En un país donde la música es pulsación vital, el Jet Set Club de Santo Domingo logró lo que pocos espacios pueden presumir: convertirse en símbolo, en tradición, en patrimonio emocional de una nación que baila para vivir y vive para bailar.
Quizá sin proponérselo, el Jet Set tenía una función sociocultural potente: era un imán para los dominicanos ausentes.
Aquellos que viven en Nueva York, Miami, Madrid o Milán, que regresaban al país por Navidad, en verano o para celebraciones especiales, hacían del Jet Set una parada obligatoria.
Más allá de la nostalgia, visitar la discoteca era una manera de reconectar con la esencia de lo dominicano, donde bailar un buen merengue en vivo, sentir el calor local, revivir la juventud y compartir con los suyos en una atmósfera auténtica era un punto importante de la agenda.
Para esa diáspora, el Jet Set era un lugar donde el acento, el ritmo y la alegría estaban intactos. Un espacio donde el merengue seguía siendo el idioma común que unía al que se quedó y al que se fue.
La reciente tragedia que envuelve al Jet Set, con el colapso de su techo y la pérdida de vidas humanas, nos obliga a mirar más allá del edificio físico.
El club es, para muchos, un símbolo emocional. Su rol como bastión del merengue, como plataforma para artistas y como punto de encuentro para dominicanos y extranjeros de todas partes, lo eleva a la categoría de patrimonio popular.
Su nombre mismo tenía un aire mítico. Decir que ibas “al Jet Set” era, para muchos, una forma de afirmar pertenencia cultural, el punto de encuentro de generaciones, clases sociales y aspiraciones.
Su pista, sus luces, su acústica, su atmósfera, eran el eco de miles de historias personales que, juntas, formaban parte del relato colectivo de un país.
Hoy, esta tragedia es el silencio repentino de un símbolo que con los años se fue convirtiendo en marca país.
Fundado en los años 70, este centro nocturno se consolidó como una catedral rítmica que promovía el merengue, lo protegía y lo entregaba cada lunes al corazón popular.
Durante más de cinco décadas fue el escenario donde la música dominicana respiró, resistió, se reinventó y conectó generaciones con la tambora, la güira y el saxofón.
En sus noches interminables, donde la pista nunca se quedaba vacía, el Jet Set tejió una historia de resistencia cultural.
Mientras otras discotecas se rendían a las modas pasajeras o migraban hacia el reguetón, la electrónica o la fusión global, este espacio se mantuvo firme en su defensa del merengue.

Jet Set
Su escenario recibió a los grandes—Johnny Ventura, Wilfrido Vargas, Fernando Villalona, Milly Quezada, Sergio Vargas, Pochy Familia, Eddy Herrera, El Prodigio, Los Rosario, y muchos otros—pero también abrió puertas a nuevas figuras que encontraron en ese templo la validación que buscaban de un público que disfrutaba bailar, y para muchos artistas emergentes, pisar el emblemático escenario era como recibir una consagración anticipada: el aplauso allí tenía un peso simbólico que se traducía en respeto, visibilidad y continuidad.