La Luna se ríe de nosotros. Los astrónomos lo llaman ‘rotación sincrónica’, pero el resto de la humanidad siempre ha sospechado que el único propósito de su peculiar baile alrededor de la Tierra es hacer escarnio de la inagotable curiosidad humana. O que nos oculta algo. Es un hecho que la Luna emplea el mismo tiempo en dar una vuelta alrededor del planeta que en rotar sobre su eje, 27,3 días, y que es por eso por lo que, según nos va rodeando, va girando muy lentamente su cara azul y blanca, cubierta de cráteres, mirándonos siempre con el mismo rostro enojoso y fascinante. Los más suspicaces olvidan los hechos y se dejan llevar por la imaginación: están convencidos de que el satélite está tapando algún secreto.
Pero la Luna no tiene voluntad ni malicia: solo pasa que el ser humano no puede evitar preguntarse qué hay al otro lado del disco celeste, qué tesoro maravilloso o tenebrosa maravilla alberga la cara oculta de la Luna. Lo hace desde que bajó de los árboles, y tiene motivos para pensar que vale la pena investigar.
Un arenero sin niños
La sospecha está muy bien fundada desde que, en 1959, la misión rusa no tripulada Luna 3 obtuvo las primeras fotografías del misterioso patio trasero de la Luna. La sonda de aluminio, que sobrevoló la retaguardia tan bien resguardada de las miradas curiosas, se inmoló en 1960. La atmósfera terrestre provocó un incendio fatal cuando volaba hacia el planeta azul. Pero, antes de morir, Luna 3 envió 17 de las 29 fotografías en blanco y negro que había tomado del jardín secreto de la Luna.
Eran imágenes borrosas, un testimonio que recuerda más a la supuesta imagen de Jesucristo de la sábana santa que a un paisaje cenital, pero se veía lo suficiente como para confirmar que la mitad oculta es muy distinta de aquella que la humanidad llevaba milenios interrogando de lejos.
La cara oculta de la Luna está colmada de cráteres, llena de acantilados, y es el hogar del punto más alto del satélite, el cráter Engel Gardt. Con sus 10.786 m, es 1.938 m más alto que el techo de la Tierra, el majestuoso Everest. Al lado de esta mitad, la cara visible parece un lienzo claro y nítido salpicado de manchas azules, cráteres que se llaman ‘maria’ porque es el plural de ‘mar’, en latín. Los primeros científicos que observaron la Luna pensaban que eran grandes masas de agua.
La verdad es que son cráteres rellenos de un material diferente al de la superficie lunar, procedente de tremendas erupciones volcánicas. Mientras el 31,2% de la cara visible de la Luna está cubierta de maria, solo el 1% de la oculta tiene este recubrimiento, que es más reciente que el del resto del terreno.
Sí, la morfología que muestran las instantáneas rusas recuerda a un arenero más que a un jardín. “Se parece a la pila de arena en la que mis hijos llevan tiempo jugando: solo un montón de montículos y agujeros”, confirmó el astronauta estadounidense Bill Anders nueve años después, en 1968, cuando la misión Apolo 8 sobrevoló la cara oculta de la Luna. Era la primera vez que los ojos humanos se posaban directamente sobre la faz escondida, los primeros que veían el amanecer del planeta sobre el horizonte lunar. La escena fue sobrecogedora: “Vinimos hasta aquí para explorar la Luna, y lo más importante es que descubrimos la Tierra”, dijo Anders. No imaginaba hasta qué punto llevaba razón, ya que la investigación de la cara oculta de la Luna puede aportar interesante información a los expertos.
Más allá de poder ver la Tierra desde el espacio, el estudio científico de los cráteres puede ayudar a conocer la historia de nuestro planeta y de sus moradores. Podría llegar a explicar hasta la extinción de los dinosaurios, si uno atiende a un trabajo publicado el pasado enero en la revista Science. Según el equipo internacional de cinco investigadores que firman el texto, un estudio de los cráteres de la Luna les ha permitido afirmar que hace 290 millones de años el volumen de impactos de meteoritos se multiplicó por 2,6, en comparación con los 700 millones de años anteriores. La Tierra tuvo que recibir los mismos impactos, que pudieron ser la causa de la extinción de los dinosaurios hace unos 65 millones de años.
Las particularidades de los cráteres lunares son muy relevantes porque, en la Tierra, los procesos geológicos han borrado las marcas que la Luna conserva. Y la cara oculta es la mitad más antigua del satélite, lo que la convierte en una potencial pasarela al estudio del pasado terrestre.
Memoria del suelo anciano
La iniciativa china ha sido un pequeño paso para los 1.200 kg del lander que se ha posado sobre la superficie lunar, y aún más pequeño para el rover de 140 kg que ya se desliza por la mitad vedada, de momento, a las botas de los astronautas. Pero ha sido una gran zancada para la Administración Espacial Nacional China y los científicos de todo el mundo. La misión Chang’e 4, que toma su nombre de la diosa china de la Luna, consiguió que el vehículo alunizara suavemente, y de manera autónoma, el pasado 3 de enero, con una batería de instrumentos que arrojarán algo de luz sobre la misteriosa anatomía geológica de la cara oculta del satélite.
“Las observaciones remotas de los orbitadores han demostrado que el lado lejano de la Luna tiene una superficie mucho más antigua y con más cráteres de impacto que el lado cercano. Esta dicotomía sigue siendo un misterio, y las mediciones geoquímicas de Chang’e 4 pueden dar pistas sobre una geoquímica diferente”, opina el astrofísico de la Agencia Espacial Europea y director del Grupo de Trabajo Internacional para la Exploración Lunar, Bernard Foing.
El misterio que los científicos pretenden resolver es especialmente tentador en la cuenca del polo sur Aitken. Sus 2.500 km de ancho y 12 de profundidad la convierten en el impacto más grande que hay en el satélite. En esta región se ubica el cráter Von Kármán, donde el rover chino comenzó su misión en enero. Según Foing, esta cuenca, de 180 km de diámetro y 3.000 m de profundidad, es un lugar crucial para conocer la geoquímica lunar porque en él está el suelo más antiguo esperando a que alguien lo estudie.
El rover chino está ahí para eso: cuenta con el equipamiento necesario para analizar qué elementos químicos están presentes en el ‘regolito’, que es como se conoce el material que se acumula en la superficie lunar: un conjunto de piedras y polvo que se ha formado a base de impactos de meteoritos durante millones de años. Su profundidad va de los 4 a los 15 metros en la cara visible, pero se ha calculado un grosor de alrededor de 40 m al norte de la cuenca, lo que concuerda con la edad más antigua de la cara oculta. Pero las diferencias van mucho más allá de lo que uno puede percibir a simple vista.
La misión también cuenta con un radar capaz de penetrar unos 100 m bajo la superficie, lo que no solo permitirá sondear la profundidad del regolito, sino también observar las estructuras más profundas del satélite. Y es precisamente más abajo donde espera uno de los misterios más sugerentes de la cara oculta. Curiosamente, la corteza en ese hemisferio varía entre los 40 y los 76 km, unos 15 más que en la cara visible. Nadie sabe por qué, pero tienen hipótesis: según el investigador de geodinámica planetaria de la Universidad Complutense de Madrid, Javier Ruiz, hay varias teorías que pueden explicar por qué la corteza es más gruesa en la cara culta de la Luna. Una de ellas es especialmente fascinante, ardientemente interesante. “Hay modelos que describen cómo la Luna estaba cubierta por un océano de magma de varios cientos de kilómetros cuya solidificación no fue exactamente homogénea, que un lado se solidificó antes y fue acumulando en la superficie rocas que flotaban”, dice Ruiz.
Algunos especialistas argumentan que, por entonces, la Tierra también pasaba por su ardiente formación y que fue su calor el que hizo que la cara más cercana tardara más tiempo en enfriarse. Y es probable que el mayor grosor de la corteza actuara como un escudo que hizo que las erupciones fueran menos frecuentes en la cara oculta de la luna, lo que le dio su característico aspecto repleto de cráteres, mientras los de la cara visible fueron rellenados, ocultos por la lava. Pero el suelo de la cara oculta de la Luna no es lo único distinto: el cielo también es diferente.
Los astronautas que se atreven a aventurarse en el espacio aéreo de la cara oculta de la Luna saben que están solos en sus viajes. Durante una hora, nadie puede verlos ni oírlos desde la Tierra. El satélite actúa como una gran barrera que bloquea cualquier radiación electromagnética procedente del planeta. El silencio electromagnético de 4.500 millones de años, la edad de la Luna, se ha roto por fin el pasado enero en el marco de la misión china no tripulada Chang’e 4, cuando ha comenzado a transmitir desde allí valiosa información científica.
El primer ruido humano
Desde que Pink Floyd publicó su álbum conceptual The Dark Side of the Moon (‘la cara oscura de la Luna’, en inglés), la negrura ha cubierto esta parte del satélite. Pero la luz del Sol también llega hasta ella dos semanas al mes, igual que a la cara visible. Sin embargo, en cierto modo sí es una región oscura: “Es el lugar del sistema solar más limpio de ondas electromagnéticas”, explica el director del Instituto de Técnicas Energéticas de la Universidad Politécnica de Cataluña, Ignasi Casanova.
Es uno de los motivos principales que explican por qué nadie había mandado un vehículo de exploración antes de la misión china. Desplegar unos satélites en la órbita lunar bastaría para solucionar el problema, solo que la Luna no cuenta con una órbita que lo permita. La misión Chang’e 4 se ha llevado su propio satélite, y lo ha colocado a 65.000 km de distancia de los vehículos lunares. El aparato se encarga de rebotar las comunicaciones que llegan de la Tierra al rover, y desde este al planeta azul.
Su antena de 4,2 m de diámetro es una solución al problema que puede abrir la puerta a una nueva etapa en la exploración del cosmos. La radioastronomía, que recurre a las ondas electromagnéticas para describir los fenómenos astronómicos, tiene un enemigo feroz en la atmósfera terrestre. La ionosfera, una de sus capas, impide que ciertas frecuencias lleguen al suelo… y también que salgan de él hacia el espacio. Por eso solo algunos radiotelescopios pueden usarse desde la Tierra, pero los que buscan las ondas más diminutas deben enviarse al espacio para que puedan hacer su trabajo. La Luna sería un destino perfecto para ellos y quienes los operan. De hecho, la misión Chang’e 4 probará tecnología que, en el futuro, pueda abrir una ventana a nuevas observaciones.
Así que el estudio del suelo lunar del cráter Von Kármán, al ser el más antiguo del satélite, permitirá saber más acerca del pasado de la Luna, pero, a más largo plazo, el suelo del satélite se convertirá en una plataforma para mirar mucho más atrás, hacia el origen del universo. Y no solo eso: gracias a la tecnología de impresión por láser, las impresoras 3D permitirán construir los telescopios con los que mirar al espacio usando el polvo lunar. Todo son ventajas, pero, por si la limpieza electromagnética no fuese suficiente para facilitar el funcionamiento de los telescopios, la cara oculta de la Luna también destaca por detalles como la baja temperatura que hay en los lugares en sombra de sus enormes cráteres, que son óptimos para observar el espacio en la frecuencia del infrarrojo. Al no tener atmósfera, la temperatura en la Luna oscila entre los 123 ºC y los -233 ºC, un regalo para los instrumentos bien resguardados del Sol.
Hay vida en la Luna
El experto en investigación planetaria Ignasi Casanova ha liderado proyectos basados en ideas tan interesantes como la de extraer oxígeno a partir de los silicatos que hay en el suelo de la Luna. Si lo consiguiera, su habitabilidad estaría mucho más cerca: los cálculos predicen que un kilo de hidrógeno serviría para obtener 16 l de agua. Solo es una idea, lo mismo que usar el polvo lunar para dar cobijo a las personas que viajaran hasta allí. Pero no es descabellado pensar que la impresión 3D podría convertir el regolito en paredes y un techo: “Ese polvo nos permitiría utilizar un material de construcción, en primer lugar, para hacer escudos que protejan a los astronautas y a los equipos de la radiación”, explica Casanova.
Y es que la radiación cósmica es muy potente en la Luna, y puede dañar los tejidos de manera fatal… lo cual es perfecto. Ciertos experimentos relacionados con la vida en el espacio se harían especialmente bien en la Luna. El hecho de que la misión Chang’e 4 haya llevado huevos de gusanos de seda, semillas de la planta Arabidopsis y de patata para recrear un ecosistema ya da una idea de que conocer la geología y avanzar en las técnicas de radioastronomía no son los únicos objetivos de la iniciativa del gigante asiático.
La Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) es el lugar más alejado de la superficie terrestre en el que los científicos están llevando a cabo sus experimentos. Pero, a solo 400 kilómetros de la Tierra, la ISS está dentro de los cinturones de Van Allen, zonas de la magnetosfera terrestre que protegen el planeta de los rayos cósmicos: “Si queremos estudiar cuáles son los efectos de la radiación a corto, medio y largo plazo sobre tejidos o sobre los mismos astronautas, nos tenemos que ir más allá de este cinturón de protección, y la Luna es el primer sitio que tenemos disponible”, explica Casanova.
¿Y para qué iba uno a querer saber cómo se muere un ser humano cuando es expuesto a los rayos cósmicos? La respuesta es fácil: para evitarlo. Es decir, mientras que los estadounidenses viajaron por el cielo de la esquiva cara oculta solo para descubrir la Tierra, en su ascenso sobre el oscuro horizonte lunar, puede que los chinos hayan ido hasta allá para abrir sus ojos a otros planetas menos conocidos. Quizá la cara oculta de la Luna sea el laboratorio perfecto para desarrollar proyectos que abran la puerta a las misiones tripuladas que ampliarán el alcance de las manos humanas en nuestro sistema solar. ¿Han dado un paso adelante hacia el planeta rojo?