Con tan solo 32 años, Alejandro Magno ya había conformado el imperio más grande de la Antigüedad, forjado lo que luego sería el periodo helenístico y conquistado el mundo griego, Egipto, India y el imperio persa. Después de él, literalmente, llegaba el diluvio, aunque probablemente no tenía mucho tiempo para pensar en lo que sucedería después de él, teniendo en cuenta el carácter místico de semidios que se habían encargado atribuirle desde su nacimiento.
A pesar de ello, un conquistador también tiene sus horas bajas. La peor, probablemente, había sucedido en Ecbatana, lo que ahora es Irán y antes Babilonia, en el otoño de 324 a.C., cuando Hefestión, su más íntimo amigo, enfermó durante unos juegos que se celebraron en la Corte. Por aquellas fechas, el preferido del conquistador se había convertido en hazarapatish (algo así como gran visir) y se había casado con una de las hijas de Darío III, rey persa derrocado por el ejército de Alejandro, cuando enfermó. Sufrió náuseas, fiebre alta e hinchazón en el estómago (lo que no le disuadió de comer pollo y cerveza fría), y después se derrumbó.
Hace unos años se encontró una tumba de grandes dimensiones en Anfípolis que se creyó que podía pertenecer a Alejandro. Después se descubrió que era un homenaje para Hefestión
Alejandro no se tomó demasiado bien su muerte. Según cuentan, se hizo afeitar la cabeza, no comió durante días y crucificó al médico que había atendido a Hefestión (esto, según el historiador Arriano de Nicomedia). También partió corriendo para Babilonia, donde celebró unos fastuosos juegos funerarios y preparó un gran mausoleo. En lo que son las serendipias, hace unos años se encontró una tumba de grandes dimensiones en Anfípolis (norte de Grecia) que, en principio, se creyó que podía pertenecer a Alejandro. Después se descubrió que, con toda probabilidad, en realidad era un homenaje para Hefestión.
El conquistador macedonio habría de enfrentar su propia muerte tan solo unos meses después de la de su querido amigo, en el verano del 323 a.C. Un tiempo antes había tratado de suicidarse, según cuentan las crónicas, cuando presa de un ataque de rabia mató a Clito el Negro, uno de los generales más queridos de su ejército (que también había combatido con su padre Filipo).
Podría haber caído en combate, como parece que están destinados a perecer los grandes conquistadores, pero Alejandro Magno murió, probablemente, de una pancreatitis. Otros hablan de malaria o incluso envenenamiento. Lo único que está claro es que Alejandro murió en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia, un mes antes de cumplir los 33 años, y sus últimas palabras aún siguen generando dudas. ¿Dijo que dejaba su imperio al más fuerte (Krat’eroi) o a Crátero ( Krater’oi) el general en el que más confiaba con Hefestión muerto? Los diádocos decidieron optar por lo primero y luchar para repartirse su increíble imperio, que carecía de un heredero.
Crátero, que en el momento de la muerte se encontraba a muchos kilómetros de distancia, tampoco pareció tener especial interés en quedarse con un imperio que irremediablemente acabaría manchado de sangre
Y, de cualquier manera, Crátero, que en el momento de la muerte se encontraba a muchos kilómetros de distancia, tampoco pareció tener especial interés en quedarse con un imperio que irremediablemente acabaría manchado de sangre.
La tumba perdida de Alejandro
Tras su muerte, colocaron su cuerpo cubierto de especias y piedras preciosas en un féretro de oro. También le pusieron un paño mortuorio bordado en oro, y (según Mary Renault, que da todos los detalles) se construyó encima un templo dorado impresionante, con columnas jónicas de oro y un techo abovedado con joyas preciosas que llameaban con el sol. Bajo la cornisa pintaron un friso en el que aparecía Alejandro en un carro de gala y un desfile de elefantes indios de guerra. Los espacios estaban rodeados por una malla dorada que protegía el sarcófago del sol. La entrada la protegían unos leones de oro. Nada era suficiente para alguien que había sido considerado en vida un rey, un faraón y un semidios. Según la leyenda, el cadáver se conservó en un recipiente de miel. Había muerto en Babilonia, pero tenía que volver a Macedonia.
El emperador Octavio Augusto le rompió la nariz, Pompeyo el grande le robó la capa y Calígula saqueó su coraza. Supuestamente, en el año 200 d. C., Septimio Severo ordenó sellar el acceso
Según parece, durante aquel viaje en el que la tumba tendría que haber llegado a su destino, Ptolomeo decidió robar el cuerpo y llevarlo a Alejandría, donde se mostró hasta la Antigüedad tardía. Entonces, muchas personas acudieron a verlo y la tumba fue desvalijada en varias ocasiones, dejando algunas anécdotas para el recuerdo. El emperador Octavio Augusto le rompió la nariz, Pompeyo el grande le robó la capa y Calígula saqueó su coraza. Supuestamente, en el año 200 d. C., Septimio Severo ordenó sellar el acceso a la tumba al ver lo poco protegida que estaba. En algún momento de la historia, se perdió su rastro y el cuerpo fue flagelado. El último emperador en poder ver al macedonio fue, presuntamente, Caracalla.
Como tantas otras tumbas antiguas, se perdió en los intrincados recovecos de la historia. Su ubicación es uno de los mayores misterios del mundo, aunque debería encontrarse en Alejandría, la ciudad que él mismo fundó. Si realmente estuvo ahí hasta bien entrado el siglo IV, probablemente su tumba no resistió el tsunami y el terremoto que arrasaron la ciudad en el 365 d.C, lo que no quita que muchas grandes figuras hayan tratado de encontrarla sin mucho éxito, como Napoleón Bonaparte, obsesionado con la figura del conquistador, en su famoso viaje a Egipto.
Hoy en día hay varias teorías sobre dónde podría encontrarse, algunas bastante rocambolescas. Por ejemplo, el británico Andrew Chugg sugiere que los supuestos restos de San Marcos en la basílica de Venecia podrían ser, en realidad, los del macedonio, que habría sido ataviado como un santo para poder ser sacado de Alejandría y trasladado en barco hasta la ciudad italiana. También se ha hablado de la mezquita Nabi Daniel, y el mismísimo centro de Alejandría, donde actualmente hay en marcha una investigación en curso.
El británico Andrew Chugg defiende que los restos de San Marcos en la basílica de Venecia son, en realidad, los del macedonio
Otros prefieren hablar de supuestos enclaves bajo el agua (una teoría que el egiptólogo Zahi Hawass también estipula para el cuerpo de Cleopatra) o de Siwa, uno de los lugares a los que viajó en el 330 a.C. y que sirvieron para forjar su leyenda: la historia cuenta que decidió adentrarse en el desierto de Libia en una travesía muy difícil y llegar hasta el oráculo, para presentar sus respetos ante el santuario del dios Amón, construido 200 años antes.
Aquello era un poco desconcertante, dado que significaba retrasar su enfrentamiento con Darío III por causas místicas, pero el conquistador era así y había oído que figuras legendarias como Perseo o Heracles también lo habían visitado. Supuestamente, el oráculo le dijo lo que deseaba oír: no solo era hijo de Zeus, sino también del propio Amón, lo que le otorgaba derecho divino para gobernar Egipto. Una excusa perfecta. Y, siempre hablando en términos de suposición, el propio Alejandro manifestó su deseo en vida de ser enterrado en aquel lugar apartado del mundo, lo que podría explicar por qué algunos creen la teoría de que podría encontrarse allí.
El propio Alejandro manifestó su deseo en vida de ser enterrado en el oasis de Siwa, aquel lugar remoto en donde visitó al oráculo
La tumba del mayor conquistador del mundo no soportó los acontecimientos bélicos, los terremotos y el vandalismo que vinieron después. Tampoco lo hizo un imperio demasiado extenso y poco realista como para sobrevivir al paso del tiempo. Las posteriores guerras de sus generales, que habían sido amigos de infancia de Alejandro y luchado junto a él, dejaron solo tres potencias que dominaron la época helenística: el reino de Macedonia, el reino Seléucida, y, por supuesto, la poderosa dinastía ptolemaica.
Con tan solo 32 años, Alejandro Magno ya había conformado el imperio más grande de la Antigüedad, forjado lo que luego sería el periodo helenístico y conquistado el mundo griego, Egipto, India y el imperio persa. Después de él, literalmente, llegaba el diluvio, aunque probablemente no tenía mucho tiempo para pensar en lo que sucedería después de él, teniendo en cuenta el carácter místico de semidios que se habían encargado atribuirle desde su nacimiento.