- Tim Harford y Ben Crighton
- BBC, Serie: 50 cosas que hicieron la economía moderna
Hay dos maneras de contar esta historia.
La primera describe uno de esos momentos clásicos de brillantez inventiva.
En 1948, Joseph Woodland, un estudiante de posgrado del Instituto Drexel en Filadelfia, Estados Unidos, estaba dándole vueltas a una cuestión que le había planteado un comerciante local: ¿habrá alguna manera de acelerar el pago en sus tiendas automatizando el tedioso proceso de registrar la transacción?
Woodland era un joven inteligente. Durante la guerra había trabajado en el Proyecto Manhattan, el que desarrolló la bomba atómica. Y, al otro lado del espectro, también había diseñado un sistema mejorado para tocar música de ascensor.
Pero este acertijo lo tenía perplejo.
En una visita a sus padres en Miami Beach, se sentó en la playa a pensar, mientras jugaba distraído con la arena, dejándola caer entre sus dedos.
Cuando su mirada se posó en los surcos y crestas que su juego había dejado en la arena, se le ocurrió algo.
Así como el código Morse usa puntos y líneas para transmitir un mensaje, se podían usar líneas delgadas y gruesas para codificar información.
Una diana con rayas de cebra podían describir un producto y su precio en un código que una máquina pudiera leer.
De diana a rectángulo
Con la tecnología de la época era posible realizar la idea, pero era costoso.
No obstante, el avance de las computadoras y la invención de las máquinas de rayos láser la hizo más realista.
El sistema de las rayas que se escanean fue independientemente redescubierto y refinado varias veces a lo largo de los años.
En los años 50, el ingeniero David Collins le estampó líneas delgadas y gruesas a los vagones del tren para que pudieran ser identificados por medio de la lectura automática de un escáner.
A principios de los años 70, al ingeniero de IBM George Laurer se le ocurrió que un rectángulo sería más compacto que la diana que había diseñado Woodland y desarrolló un sistema que usaba láseres y computadoras tan rápido que podía procesar bolsas de productos con sólo pasarlas sobre el escáner.
Los garabatos en la arena de Joseph Woodland se habían convertido en una realidad tecnológica.
La otra
Pero hay una segunda forma de contar la historia. Es tan importante como la primera, sólo que es mucho más seca.
En septiembre de 1969, miembros del comité de sistemas administrativos de la Asociación de Fabricantes de Productos Alimenticios (GMA por sus siglas en inglés) se reunieron con sus equivalentes de la Asociación Nacional de Cadenas de Alimentación de Estados Unidos (NAFC por sus siglas en inglés).
Lugar de la cita: un motel en Cincinnati.
El tema de la reunión: tratar de llegar a un acuerdo entre los productores de alimentos del GMA y los vendedores de alimentos de la NAFC sobre un código para los productos.
La GMA quería un código de 11 dígitos, que englobara varios tipos de etiquetas que ya estaban usando.
La NAFC quería uno de 7 dígitos, que pudiera ser leído por sistemas más sencillos y baratos en la caja.
No se pudieron poner de acuerdo y se fueron frustrados.
Tomó años de delicada diplomacia -e innumerables comités, subcomités y ad hoc comités- hasta que finalmente la industria estadounidense de alimentos acordó un estándar para el Universal Product Code o Código Universal de Producto (UPC).
Más crucial de lo que uno pensaría
Ambas historias se hicieron realidad en junio de 1974, en la caja de pago del supermercado Marsh de la ciudad Troy en Ohio, cuando una asistente de caja de 31 años de edad llamada Sharon Buchan escaneó un paquete de goma de mascar Wrigley’s, registrando automáticamente el precio de US$0.67.
La venta del chicle fue la presentación en sociedad del código de barras.
Tendemos a pensar en ese rectángulo con líneas como una mera herramienta tecnológica para ahorrar dinero: le ayuda a los supermercados hacer sus negocios más eficientemente, y a nosotros también, pues eso se traduce en precios más bajos.
Pero hizo mucho más y esa es la razón por la que la segunda manera de contar la historia es tan importante como la primera.
Ese código de barras cambió el equilibrio del poder en la industria alimentaria.
Es por eso que todas esas reuniones de los comités eran necesarias; es por eso que la industria de venta de alimentos sólo pudo aceptar finalmente la propuesta cuando los técnicos que iban a esos comités fueron reemplazados por los jefes de sus jefes: los directores ejecutivos.
Era mucho lo que estaba en juego.
A medida que pasaba el tiempo se fue haciendo evidente que el código de barras iba a inclinar la balanza a favor de cierto tipo de comerciante.
Para los negocios familiares pequeños, adoptar el sistema era una solución cara a problemas que realmente no tenían.
Por su parte, los grandes supermercados podían contrarrestar el costo de los escáneres pues vendían muchos más productos.
Y las ventajas eran múltiples: las filas eran más cortas en las cajas; el inventario más fáciles de hacer; evitaba los robos que una caja manual facilitaba (el asistente podía meterse el dinero al bolsillo mientras que si tenía que escanear los productos, no). Y, en una década de alta inflación en EE.UU., el código de barras les permitía cambiar los precios de los productos sin tener que etiquetar cada ítem.
La marquilla blanca y negra se tomó la industria minorista y, con ella, los grandes detallistas se expandieron en los 70 y 80.
La llegada de un gigante
Con la posibilidad de automatizar el inventario y hacerle seguimiento, el costo de ofrecer una amplia gama de productos se redujo. Las tiendas en general y los supermercados en particular empezaron a vender desde flores hasta aparatos electrónicos.
Manejar una operación diversa y logísticamente compleja a gran escala se había vuelto mucho más sencillo gracias al código de barras.
Quizás la más alta expresión de ese gran cambio llegó en 1988, cuando la tienda de departamentos de descuentos Wal-Mart decidió empezar a vender comida.
Se convirtió en la cadena de alimentos más grande de Estados Unidos y de lejos el mayor minorista del planeta, casi tan grande como sus cinco más cercanos rivales juntos.
Wal-Mart fue uno de los primeros en adoptar el código de barras y ha seguido invirtiendo en logística y administración de inventarios computarizada de punta.
Se convirtió en un importante portal entre los fabricantes chinos y los consumidores estadounidenses.
El haber acogido la tecnología le ayudó a crecer hasta una escala tan vasta que puede mandar compradores a China y comisionar productos baratos en volúmenes tan altos que le permite a manufactureros chinos establecer líneas de producción completas para un sólo cliente: Wal-Mart.
Esa pequeña y genial obra
Los amantes de la tecnología celebran con razón el momento de inspiración que tuvo Joseph Woodland cuando jugaba lánguidamente con sus dedos en la arena.
Pero el código de barras no es sólo una manera de comerciar más eficientemente; es también algo que estableció qué tipo de comercios pueden ser eficientes.
Por eso se convirtió en un símbolo de las fuerzas del capitalismo impersonal global tan fuerte que terminó usándose para protestar contra lo que simboliza.
Desde los años 80 ha habido gente que registra su oposición al sistema tatuándose una barra de código.
Entonces, sí, esas distintivas líneas blancas y negras son una pequeña y genial obra de ingeniería.
Sin embargo vale la pena recordar que esa pequeña y genial obra de ingeniería cambió la manera en la que encaja la economía mundial.